TRAPECIO
Dentro de la carpa, todo era mágico. La destreza de los malabaristas lanzando objetos a diestra y siniestra, los perros amaestrados bailando al ritmo de moda, las bromas de los payasos repetidas mil veces, haciendo reir al público a mandibula batiente.

Las hábiles manos del mago desapareciendo la tristeza (solo por un momento, nunca para siempre), la elasticidad de la mujer de goma, girando el cuerpo por completo, moldeándolo hasta lograr angulos casi imposibles.

La espectativa creciente por el acto final, el redoble de tambores y el anuncio en escena del hombre alado y su vuelo maravilloso a través del cielo escarchado, sin red de protección.

A cada paso que precedía al ascenso, iba repasando las acrobacias que debía suprimir. Esta vez, no había ninguna sonrisa del otro lado. No tenía que preocuparse por sujetar firmemente el otro extremo. Era un acto solitario. Un acto suicida reservado sin vacilación.

Ya no importaban las deudas, ni las humillaciones, ni la fatalidad de la muerte en aquel viaje a provincias, ni el recuerdo del pequeño ataúd sobre sus hombros, la pena incontenible. La tristeza absoluta.

Con los ojos cerrados comienza a balancearse, volando de ida y vuelta, formando siluetas en el cielo, maniobras que desafian las leyes de la gravedad, figuras trazadas en el aire, suspendidas en el tiempo y en el espacio.

Y de pronto la duda de la distancia, el espacio que se ha hecho más largo de repente, el recuerdo de una maniobra ya no requerida y el silencio roto por el grito, la sorpresa. El sonido del cuerpo golpeando el suelo, la nube de polvo levantada por el impacto. El silencio sepulcral en las graderias y luego, los gritos de ayuda, de impotencia y desesperación.

Pero entonces sucede lo impensable, el cuerpo que se repone, que hace el gesto de levantarse, un pajaro herido que se reincorpora con ayuda y camina rengueando hasta la parte trasera del telón. Los aplausos resuenan sobre la música de fanfarria, y la reverencia final del hombre que sabe ha perdido la ilusión de volar.

Descansando en el camerino, el hombre alado sacude sus ropas y toca su lado derecho aun sentido por el golpe. Escucha al público entrando nuevamente en las graderias, y mientras suspira se pone de pie para enfrentar al público que lo espera ver salir otra vez expectante, hambriento, listo para la siguiente función.
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